Recuerdo el río.
Una sensación que recuerdo de mi infancia, un río serpenteando escondido en un recodo del camino, un lugar que no había sido descubierto y que sin embargo tomamos con nuestro. Íbamos las tardes a pescar o al menos a intentarlo, entre los juegos y las bromas, siempre obteníamos alguna presa que luego sería plato del gato del pueblo.
La entrada del lugar estaba oculta y aunque habían huellas de neumáticos ellas giraban hacia la izquierda cuando nosotros lo hacíamos a la derecha, entre los matorrales y los helechos y los arañazos en las piernas descubiertas, propio de la valentía juvenil nos convertíamos en adultos e intrépidos exploradores, escondiéndonos del mundo para encontrar nuestro refugio. Unos quince minutos a pie después, encontrábamos una gran explanada de piedras, todas ellas propias del río, que ahora menos caudaloso estaban blanquecinas. Había algún que otro charco mohoso, lleno de renacuajos que también formarían parte de la diversión.
Antes de entrar, nos aprovisionábamos escarbando en la tierra húmeda, buscando las lombrices y para obtener mayores tesoros íbamos de caza tras algún que otro indefenso saltamontes, que pronto se daría un chapuzón.
El lugar era inmenso, pero estaba protegido por los árboles, sólo el río dejaba su vista abierta, el resto era puro verde y pájaros cantando. La inocencias propia de la edad no deja lugar a la inconsciencia de estar completamente solos y alejados de cualquier accidente, pero esas cosas no se piensan cuando uno planea divertirse pescando carpas. Eramos cinco chicos, dos tres años más pequeños y la hermanda de uno de ellos.
Comenzábamos como los profesionales, lanzando el anzuelo lo más lejos posible, justo en la sombra de los árboles que se inclinaban sobre las aguas, con el miedo entre los dientes de que el cable se enrollase entre sus ramas, el problema de un sencillo chapuzón y una alerta para los indefenso peces que pudieran estar por ahí. Lejos, viajaba el incrustado saltamontes. Esperábamos con paciencia, de mientras construíamos una sencilla presa, para meter dentro la capturas, amontonábamos las piedras dejando que el agua se escurriera entre sus rendijas, un barro intenso de momento, para luego obtener el claro de sus aguas.
Como la impaciencia era propia, recogíamos antes el sedal, sin premio y sin presa, por decir que el saltamontes había volado, tal vez por gracia de algún pez o en pleno viaje hacia su chapuzón. Así que después de intentarlo varias veces, cambiábamos nuestro método. Ya que unos metros abajo de ese gran llano, el río se dividía, una parte mucho más ancha y profunda con aguas lentas y calmadas y otra de dos palmos con piedras salpicando su camino, esa era la parte divertida, cambiábamos el anzuelo por las moscas, por la cuchara y lanzábamos el cebo para recogerlo a toda prisa.
Aquí es donde obteníamos gran parte de las presas, la mayoría pequeñas que alojábamos en su nuevo hábitat, futuras comidas para el gato que seguramente ya se estaría relamiendo pensando en que sus alimentadores habían salido de casa.
Me viene a la memoria el sonido del agua, saltando de roca en roca, su blanca espuma propia de la lucha, el sol en plena espalda quemando la tarde, el ruido incesante de los pájaros, el olor intenso a fango y agua, metido de lleno en el curso de las aguas, sintiendo con los pies descalzo las resbaladizas rocas entre mis dedos. Recuerdo como el aire movía los arboles y la hojas entonaban su canción, era uno de los mejores momentos que ahora extraigo de mi recuerdo para vivirlo en presente."
Publicado en 2010-01-18-10-01
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